Buscando a don Zaza: la lucha por encontrar a un padre asesinado y desaparecido

Buscando a don Zaza: la lucha por encontrar a un padre asesinado y desaparecido

Fotografía cortesía de UBPD.

Por: Jhonathan Orozco.

PRIMERA PARTE

La lluvia caía a borbotones. Era como si el cielo llorara luego de 24 años de que mataran a don Isaac Tuberquia. El sitio de la exhumación estaba acordonado por una cinta morada que decía “Misión Humanitaria – Unidad de Búsqueda – No pase”. Daba la sensación de que hasta las vacas de Jaime Fandiño entendían la solemnidad de la escena, pues más que temor, parecían respetar el sitio de trabajo. Dentro de la zona que rodeaba la cinta había una carpa de unos 5 metros de largo por 2 de ancho. Una antropóloga forense, un fotógrafo forense y un topógrafo trabajaban en el punto que la familia Tuberquia había señalado que estaba su padre. Había palas largas y una pala corta, palines, baldes, espátulas y otros instrumentos que el equipo de la Unidad de Búsqueda se trajo desde Bogotá. Al lado izquierdo se había abierto una zanja por donde drenaban el agua del sitio de trabajo, pues luego de haber cavado un metro, las palas dejaron al descubierto el nivel de agua que inundaba el terreno. Ya de por sí estábamos en el Bajo Atrato, una de las zonas más lluviosas del mundo, pero a eso había que sumar la incesante lluvia que desde la noche anterior bañó los techos de zinc de esta zona de Colombia.

Fotografía cortesía de UBPD.

La zanja permitía dirigir el agua hacia una recámara, en la que estaba Hugo, el hijo de don Isaac, sacando baldados que recibía Osvaldo, un psicólogo de la Unidad de Búsqueda que dejó su trabajo de oficina y se puso a hacer lo que las víctimas necesitaban en este momento: sacar agua de la fosa donde estaba su padre. La cadena humana la seguía Mariela, otra hija de don Isaac. Una mujer trigueña, de cabello negro ondulado y personalidad alegre, que no dejaba de molestar con don Jaime Fandiño por no colaborar. En realidad, solo bromeaba mientras el viejo, sentado en un árbol caído, miraba cómo desenterraban a su amigo. Luego seguía Martha, la coordinadora del equipo territorial de la Unidad de Búsqueda en Apartadó. Luego iba yo, el abogado de la Comisión Intereclesial de Justicia y Paz y después Ricardo, un abogado de Jurisdicción Especial para la Paz. Cerraba don Uriel, que tiraba cada baldado en un canal viejo, un vestigio de la siembra de palma africana que pasó como un huracán por esta región del Curvaradó y que todavía dejaba ver las cicatrices que le dejó a la tierra.

La antropóloga raspaba con cuidado la tierra con su espátula. Afuera, en un plástico, acomodaba lo que iba encontrando en la fosa. Para ese momento, unos pocos restos, una prenda de vestir que parecía ser una camisa y un pequeño bolso de tela. El fotógrafo forense era unas veces fotógrafo, pero la mayoría del tiempo estaba con el topógrafo sacando tierra con unas palas.

Nosotros, al lado de los profesionales forenses apenas si teníamos tiempo para curiosear. Un descuido y el canal estaba otra vez inundado. En síntesis, estábamos intentando vaciar el nivel freático de decenas de hectáreas alrededor. Era una batalla que sabíamos perdida, por eso nuestro objetivo era vaciar más rápido de lo que la tierra se demorara en inundar el canal y de esa manera mantener el sitio de la exhumación seco.

Fotografía cortesía de UBPD.

Al principio, recién desayunados y levantados, la tarea no parecía complicada. Pero luego de unas horas las manos empezaban a doler y la espalda a cansarse. Los que más sufrían eran los que llenaban el balde de agua y barro en la recámara o los que lo vaciaban al final de la cadena en el canal, pues eran quienes debían forzar más sus espaldas o brazos. A ese ritmo, empezamos a darnos cuenta que si seguíamos así, no tendríamos fuerza para la tarde. Entonces, alguien sugirió conseguir una motobomba. Martha, la coordinadora de la Unidad de Búsqueda dejó su terea de volear balde y se fue a mirar dónde conseguir una motobomba. Nosotros seguimos sacando agua.

En un momento dado Uriel pidió relevo. Hugo y Mariela parecían incansables. Pasaban baldes, se metían al canal, botaban agua. La gente del Bajo Atrato es dura, pero una extraña fuerza los insuflaba para continuar con una tarea que incluso para personas de este territorio, era agotadora.

Al rato llegó Martha con la buena noticia de que había conseguido una motobomba, entonces nos fuimos por ella y la acomodamos. Como la extensión de su manguera no alcanzaba, don Uriel en dos minutos abrió otro pequeño canal que conectaba con el más grande, una tarea que a mí me hubiese tomado media hora y una ampolla en las manos.

Colocamos la motobomba y no prendió. Le halábamos la cuerda para encenderla y no arrancaba. Intentaba Osvaldo y Hugo, y nada. No podíamos tener tan poca suerte. Pero luego Osvaldo se dio cuenta que había que abrir una llave para que pasara la gasolina y entonces la motobomba prendió. Esa máquina fue una bendición. Con solo funcionar unos 40 segundos dejaba desocupado el canal por unos dos o tres minutos. Había que estarla apagando y prendiendo, pero era mucho más eficiente el trabajo y solo demandaba a dos personas. Yo tomé el trabajo de estarla encendiendo cada que me lo pedían, pero aun así me quedaba tiempo para mirar. Todos esperábamos un poco más, pues solo se habían sacado unos cuantos restos y prendas de vestir, pero alguien me dijo al oído: “La verdad es que ya están terminando, están descartando más área pero parece que no fueran a encontrar más”.

En cierto momento noté que don Uriel estaba parado afuera de la cinta morada mirando la escena como si fuera un espectador ajeno a ella, como si fuera otra persona y no su padre amado a quien estuvieran desenterrando. Pero las lágrimas, que él intentaba disimular, delataban los sentimientos que se le atoraban en la garganta en ese momento.

Don Isaac Tuberquia, llamado cariñosamente Zaza, era el padre de Uriel y de sus otros 11 hermanos. Cada uno vino al mundo en las manos de don Zaza, pues él mismo atendía los partos a su esposa. Todos los hijos que tuvo nacieron sanos y salvos, ninguno “pelotiado”, como me dijo entre risas doña Mariela, la madre de Uriel.

Don Zaza era una especie de médico y veterinario empírico que amaba trabajar la tierra y criar animales, especialmente ganado. Esa destreza en artes curativas se mezclaba con un extraño don para encantar a los animales, pues estos parecían obedecerle y seguirle a donde él les indicara. La gente se extrañaba cuando él entraba a su potrero y las vacas salían a su paso, como si fuera el Flautista de Hemelin, bueno de Curvaradó.

Don Zaza era un hombre corpulento, de cabello negro y bigote abundante. Tenía un porte elegante y era fácilmente distinguible porque siempre usaba sombrero, camisas manga larga bien apuntadas en las muñecas, y pantalón de paño. Además de trabajar la tierra y dedicarse al ganado, también era comerciante. En Brisas de Curvaradó tenía su granero y cantina donde la gente iba a abastecerse o a pasar un rato de ocio. Pero don Zaza no solo pensaba en él. Era un líder innato. Fue uno de los primeros integrantes de la Junta de Acción Comunal de su comunidad y gracias a su trabajo construyeron escuela en Camelias y también en Brisas.

La familia, podía decirse, era próspera y feliz. Pero en 1996 llegó la guerra a perturbarles la vida. El 10 de octubre de 1996 los paramilitares y el Ejército se tomaron el poblado de Brisas, a las orillas del río Curvaradó y mataron a 8 personas. Un nuevo orden empezó a regir en el Bajo Atrato, uno contra la gente como don Zaza, a quien los paramilitares le quitaron su granero y su cantina y lo obligaron a desplazarse con su familia para La Cristalina.

Allá intentaron rehacer la vida. Don Zaza siguió dedicado a la tierra y al ganado, que tanto lo apasionaba. Precisamente una tarde del 27 de agosto de 1997, don Isaac Tuberquia, Julio Mendoza y Jaime Fandiño, sus amigos, negociaban una ternera en el sector de Las Camelias. A esa misma hora la comunidad estaba en una celebración religiosa cuando vieron pasar al Ejército. Luego, a lo lejos, retumbaron unas ráfagas de fusil. Don Julio Mendoza murió en el acto cuando una bala le destrozó su cráneo. Don Isaac Tuberquia y Jaime Fandiño corrieron entre la selva buscando esquivar las balas que los perseguían, pero una de ellas alcanzó a don Zaza y lo mató.  Don Jaime Fandiño escapó de milagro.

Detrás del Ejército vinieron los paramilitares quienes prohibieron a la comunidad recoger los cuerpos. Así estuvieron durante varios días a merced de una tierra que si uno se queda quieto poco a poco se lo va tragando. Eso explica que no se hallaran todos los restos de don Zaza el día de la exhumación, su cuerpo se volvió tierra luego de años y años de permanecer allí.  Pasados unos días, cuando por fin los hijos de don Zaza pudieron ver a su padre, su cuerpo ya estaba muy deteriorado. Lo enterraron con botas y con todo lo que tenía encima, entre esto su mochila, la misma que 24 años después encontraron los forenses. No hubo tiempo para duelos ni santas sepulturas. Hugo, su hijo, abrió un hueco y enterró bajito a su padre con la esperanza de venir pronto a sacarlo y darle una despedida digna. Pero antes de irse miró alrededor: los árboles, el camino real, una corraleja y, a lo lejos, una escuela. Le tomó una foto visual al lugar donde enterró a su padre para luego poderlo encontrar, y se fue.

Lo que pensaron que sería un tema de días se volvió meses y años. Mientras la familia aún se hallaba desplazada regresaron para intentar buscar a su padre y al hacerlo quedaron consternados, no entendieron qué había pasado. Los árboles, la escuela, la corraleja, el camino real: no estaban. En lugar de selva había un ejército de palmas sembradas a la perfecta distancia de 10 metros una de otra y cada tanto un canal para drenar el agua de la tierra. Ellos intentaban ubicarse pero no eran capaces. Discutían: “¿este sí es el sitio?”, “”, “No”, “Que sí, hombre, por acá estaba la corraleja”, “no, era por acá”, “Allá era la escuela”, “por acá el camino real”. Ya la foto que había guardado Hugo en la memoria no correspondía con el paisaje. La selva, las casas y la corraleja se habían ido y, con ellas, el lugar donde había enterrado a su padre.

Como la familia Tuberquia, muchas familias durante el conflicto armado tuvieron que enterrar a sus muertos a las carreras y en el mismo punto donde les arrebataban la vida. Habrá tantas personas enterradas fuera de los cementerios que no es exagerado decir que Colombia es un campo santo. Mientras exhumaban a don Isaac Tuberquia pasaba la gente preguntando si podían desenterrarle a un familiar que tenían por ahí cerca. Ese fue el caso de don Julio Mendoza y hasta del mismo hijo de don Jaime Fandiño. Don Julio, lastimosamente fue movido dos veces de su sitio inicial de inhumación. La primera vez por una retroexcavadora que abrió un canal para sembrar palma y luego por otras personas que lo sacaron del montículo donde lo dejó la máquina y lo enterraron en otro lugar cerca de allí. De él no se encontraron mayores restos. El hijo de don Jaime Fandiño continúa desaparecido a pesar de que esa misma semana la Unidad de Búsqueda hizo todo lo posible por encontrarlo y exhumarlo.

La Unidad de Búsqueda no solo tiene la terea de buscar a los desaparecidos, sino incluso de darle certeza a las familias del paradero de sus seres queridos asesinados. Como dijo don Uriel: “…una cosa que yo vi ahoritica es que la tierra está enferma, y que hay curarla, y la curada es sacando a nuestros muertos donde quedaron y llevándolos… y hay partes que nosotros sacamos para enterrar a nuestros muertos”.

Los instrumentos internacionales, la jurisprudencia interamericana y nuestro código penal coinciden en que la desaparición forzada se da bajo dos requisitos básicos: (i) la privación de la libertad de una persona y (ii) la negativa de reconocer la detención y de revelar la suerte o el paradero de ella. ¿Dónde caben allí los casos como los de la familia Tuberquia? En el derecho a la verdad, pues las víctimas de desaparición forzada, aun cuando se sospeche o se sepa que su familiar ya está muerto, tienen derecho a saber qué pasó, tener certeza de su muerte, obtener sus restos y la seguridad de que corresponden a su familiar, y finalmente a  disponer de ellos de acuerdo con su propia tradición, religión o cultura.

A esto mismo se refería doña Mariela cuando decía: “Para uno, pues mucho dolor, (…) porque a uno se le muere un familiar y eso sí le duele a uno, pero desde que uno mismo le dé cristiana sepultura, que le pueda hacer su cajoncito. Vea que les tocó fue tirarlo, tirado por ahí, sí, no se merecía, entonces, no se lo merecía”.

Se calcula que el conflicto armado ha dejado unas 120.000 personas desaparecidas, pero si contamos los casos como los de don Zaza, Julio Mendoza y Gustavo, el hijo de don Jaime Fandiño, la tarea de la Unidad de Búsqueda es todavía más grande.

Pero la primera unidad de búsqueda que ha habido en Colombia es cada familia de un desaparecido, como la familia Tuberquia. A pesar de que el territorio del Curvaradó había sido invadido y despojado por empresas de palma africana que habían modificado todo lo que ellos conocían, la familia Tuberquia no se rindió. Cada tanto los hermanos organizaban avanzadas para ir a buscar a su padre. Cuando regresaban, doña Mariela ni siquiera les preguntaba si lo habían encontrado, una mirada de tristeza era suficiente para saber que no.

Pero un día doña Mariela, antes de despedir a los hijos, sintió una certeza en su pecho. Una tranquilidad se apoderó de ella y de alguna manera supo que ese día iba a ser diferente: “Ellos se fueron y yo dije, entre mí, dije yo: “hoy pueden encontrarlo””. Ese día don Uriel dio con un sitio donde, tras una breve excavación, pudieron ver unas botas y una chapa de una correa que reconocieron como la de su padre. Ellos estaban seguros que era él, pero no se atrevieron a desenterrarlo ellos mismos. Les daba miedo no hacerlo bien, perder partes del cuerpo y, en el fondo, también querían un cotejo genético que les diera certeza de que ese era su amado padre.

A pesar de que la tarea más difícil estaba hecha, ellos no imaginaron lo complejo que sería lograr que el Estado exhumara los restos de su padre y les permitiera darle una cristina sepultura. Primero, en 2008, a través de una Comisión Ética Internacional, denunciaron el sitio de inhumación, pero no pasó nada. Luego, muchos años después, la Fiscalía les encendió la esperanza de recuperar a su padre. Todo parecía inminente: llegaron los funcionarios, visitaron el sitio, le mostraron a ellos la cédula de su padre nueva, recién expedida por la Registraduría, y finalmente les prometieron volver. Esperaron meses y años, pero la Fiscalía nunca regresó.

Posteriormente, en 2019, la Comisión Intereclesial de Justicia y Paz hizo un recorrido por el territorio con su equipo agroambiental para georreferenciar y hacer mapas de los sitios con posibles inhumaciones en el Bajo Atrato. Uno de esos sitios fue el de don Isaac Tuberquia. En ese mismo año, el 3 de octubre de 2019, durante una visita de la Unidad de Investigación y Acusación de la Jurisdicción Especial para la Paz, un funcionario levantó de nuevo las coordenadas y pasó un informe a la Magistrada Relatora del Caso 04 – Situación Territorial de Urabá. La esperanza se encendió de nuevo.

Pero luego llegó la pandemia del Covid-19 y todo pareció congelarse de nuevo. Pasaron los meses y el Despacho no se pronunciaba, por eso, en una audiencia en julio de 2020, don Uriel pidió que por favor desenterraran a su padre. Solo después de eso la Jurisdicción Especial para la Paz dio traslado del informe de la Unidad de Investigación y Acusación a la Unidad de Búsqueda de Personas Dadas por Desaparecidas para iniciar el proceso de exhumación.

Como dijo don Uriel ante la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad durante la Ruta por la Verdad en el Bajo Atrato organizada en conjunto con la Comisión Intereclesial de Justicia y Paz:

«Ahora me pongo a pensar, (…) si esto con mi papá que se encontró ya hace más de un año, más de dos años y todavía no se ha hecho esto, ahora qué tal todavía las fosas que todavía no han encontrado, entonces cuántos años se van a demorar para hacer eso. O sea, no va a haber lo que uno quiere que se haga esto, para verdaderamente que la familia al menos quede tranquila, que se levantaron ya, que se hizo esto y que las organizaciones todas saben y lo que uno está reclamando es la verdad, no es más nada».

Por fin, un 30 de diciembre de 2020, la Comisión Intereclesial de Justicia y Paz y la Unidad de Búsqueda de Personas Dadas por Desaparecidas, nos sentamos a tratar el caso de la familia Tuberquia y Mendoza. Luego de varias reuniones y de aportar ingente información, por fin, se programó la exhumación para el 26 y 27 de marzo de 2021. Recuerdo estar en Apartadó en unas reunión con víctimas cuando a eso de las 8 de la noche me escribió mi compañero, el referente territorial del Bajo Atrato y Urabá: “Jhonathan, que ya no se va a hacer la exhumación mañana, que alguien se enfermó y que no se puede, ¿qué hacemos?”. Yo solo pensaba en la familia de don Isaac Tuberquia y Julio Mendoza. “No puede ser”, me dije.

En efecto un funcionario, quizás el más importante de todos, el antropólogo forense, tuvo una cirugía de urgencia y no pudo viajar. Pero gracias al compromiso del equipo de la Unidad de Búsqueda de Apartadó, se logró rápidamente concertar una nueva fecha para el 14 de abril.

Al día siguiente viajé a Curvaradó para hablar con las familias. Si bien estaban tristes, todavía confiaban en la labor de las instituciones y se mantuvieron firmes para esperar un mes más. Para bien o para mal, estas personas tienen el cuero curtido por años y años de lucha, no solo contra condiciones de vida adversas, sino contra un conflicto que jamás se ha ido de sus territorios.

El 14 de abril, como lo habían prometido, arribó la Unidad de Búsqueda a la comunidad de Camelias y se programaron las exhumaciones para el 15 y 16.

Sería el lluvioso 15 de abril que finalmente la familia pudo desenterrar a don Zaza. “¿Sí le cumplieron, doña Mariela?”, le pregunté: “Sí cumplieron pero como el dicho “más vale tarde que nunca”. Nos cumplieron, sí, pero ya muy tarde, imagínese que fue poco lo que encontraron de los restos de él”. La verdad es que la familia se pregunta qué hubiese pasado si en 2008 se hubiese podido exhumar el cuerpo y no 13 años después. Quizá se hubiese podido encontrar unos restos más completos.

A pesar de todo, la familia sintió un descanso:

“Y creo que cuando uno se enferma el alma y el espíritu y no lo cura, creo que es la enfermedad más grande que puede haber. (…) para mí es un regalo muy grande que en estos momentos haya pasado lo que pasó hoy, que hayamos encontrado a los restos de mi papá. Porque uno buscar lo que está perdido, buscar al ser más querido de uno y encontrarlo, de pronto no encontrarlo como uno quería, pero ya… yo sé que todo esto lo alivia”, dijo don Uriel.

Ahora se viene una espera de unos 3 meses, más, incluso, en los que el Instituto Colombiano de Medicina Legal deberá realizar las pruebas genéticas para determinar la filiación de los restos con la familia Tuberquia.

Si, luego de todos los análisis, existe una coincidencia, los restos son entregados a la familia. Como la Unidad de Búsqueda es un organismo humanitario, también tiene dentro de su misión dignificar a las personas encontradas. Por ello, se realizará una entrega digna y se ayudará a la familia para que pueda disponer de los restos de su familiar conforme a sus creencias y cultura.

De nuevo, a esperar. Esta crónica continuará.